lunes, 17 de marzo de 2014

Digamos que estoy rodeada de libros.

Digamos que estoy rodeada de libros.
Todos tienen unas tapas preciosas, increíbles, de estas que hacen que quieras volver a la librería corriendo para comprarlos por si alguien acaba con todas las existencias. Y en la sinopsis, sus palabras te maravillan, te llenan la boca, y el alma.
Pero comienzas a leerlos a fondo, fijándote bien en los detalles, en su ser. Y te decepcionan. Te esfuerzas por acabar de leerlos, pero te cuesta, lo das todo y mil veces piensas en cerrarlos y terminar con el problema, pero sigues ahí, abriéndolos cada noche para ver si, quizá, en alguna parte de la historia, cambian.
Pero tal vez... tal vez no lo hagan, nunca.
Y acabarás leyéndolo entero, aborreciéndolo hasta la muerte, deseando encontrar la fuerza suficiente para sostener hasta el final un ápice de interés.

Pero la esperanza desaparece, tan rápido como el tiempo que has malgastado leyendo aquel libro.

Y esta es la metáfora literaria que puedo deducir de mi simple y estúpida vida.


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