A veces me olvido que la intolerancia de la gente va mucho más allá del color de piel.
Hemos pasado de despreciar a la gente de color para pasar a despreciar cualquier gusto diferente al nuestro.
La gente ya no puede expresarse libremente, por el miedo al qué dirán.
Te
discriminan por tus gustos musicales, por ser de otro lugar, por tu
posición social, por la orientación sexual, por la religión...
Así no hay quien viva.
No
a todo el mundo le gusta la música clásica, quizá yo prefiera un piano a
un violín. ¿Y qué si alguien es fan de Justin Bieber? ¿Y qué si
prefieren la monotonía de Pitbull, el machismo del reggaeton? No todo el
mundo que conoce el dubstep sabe apreciarlo. Quizá parece ruido. ¿Y
qué? Muchos jóvenes desearían haber nacido en otras épocas, para poder
acudir a los conciertos de sus actuales grupos favoritos. Otros
prefieren acudir a discotecas y bailar bajo un mismo patrón.
Pero no he venido a hablar de esto.
¿Qué
pensaría de mí la gente si ahora admito que me gusta que usen los
cinturones sobre mí, y no solo para sujetar los pantalones? ¿Qué pasaría
si digo que me encantan los disfraces, las máscaras o pasamontañas, las
bolas para tapar la boca o, simplemente, un pañuelo? ¿Qué pasaría si
confieso que me encanta sentirme sujeta, con las cuerdas apretando mis
muñecas, mis piernas o mi abdómen? ¿Qué pasa si digo que no puedo
terminar si no me coges del cuello?
La gente huiría de
mí. Bromearía. Me pegaría pensando que me es agradable. No puedo decirle
esto a nadie por miedo al qué dirán. No puedo
expresarme. Porque la gente piensa que estoy loca, que tengo una
enfermedad. Pero ¿sabéis? Mientras vosotros os limitéis a meter y sacar
la polla, yo pasaré una sesión entera llena de orgasmos y placer.