miércoles, 30 de mayo de 2012

La sombra del viento.

Clara describía personas, escenarios y objetos que nunca había visto con sus propios ojos con un detalle y una precisión de maestro de la escuela flamenca. Su idioma eran las texturas y los ecos, el color de las voces, el ritmo de los pasos.

Me preguntaba qué podía ver ella en mí como para ofrecerme su amistad, sino acaso un pálido refrejo de ella misma, un eco de soledad y pérdida. En mis sueños de colegial siempre seríamos dos fugitivos cabalgando a lomos de un libro, dispuestos a escaparse a través de mundos de ficción y sueños de segunda mano.

Aquel verano llovió todos los días, y aunque muchos decían que era castigo de Dios porque habían abierto en el pueblo un casino junto a la iglesia, yo sabía que la culpa era mía y solo mía porque había aprendido a mentir y guardaba todavía en los labios las últimas palabras de mi madre en su lecho de muerte: nunca quise al hombre con quién me casé, sino a otro que me dijeron que había muerto en la guerra; búscale y dile que morí pensando en él, porque él es tu verdadero padre.