martes, 24 de abril de 2012

Cartas.

Yo, que nunca estaba seguro ni de la hora que era, asentí con la convicción del ignorante. Me quedé viéndola alejarse por aquella galería infinita hasta que su silueta se fundió en la penumbra y me pregunté qué es lo que había hecho.

Abrí el sobre y extraje la carta, una lámina de color ocre nítidamente doblada por la mitad. Un trazo de tinta azul se deslizaba con aliento nervioso, desvaneciéndose paulativamente y volviendo a cobrar intensidad cada pocas palabras. Todo en aquella hoja hablaba de otro tiempo: el trazo esclavo del tintero, las palabras arañadas sobre el papel grueso por el filo de la plumilla, el tacto rugoso del papel. Alisé la carta sobre el mostrador y la leí, casi sin aliento.

Quizá me quería, a su manera, como yo la quise a ella, a la mía. Pero no nos conocíamos. Quizá porque nunca la dejé conocerme, o nunca di un paso por conocerla a ella. Pasamos la vida como dos extraños que se han visto todos los días y se saludan por cortesía. Y pienso que quizá murió sin perdonarme.

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